Ganster judío
Joe Kubert
Planeta DeAgostini, Barcelona, 2007.

 

 

 

 

 

 

© 2003 El Wendigo. Todos los derechos reservados
El © de las viñetas pertenece a sus respectivos autores y/o editoriales.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

uno de los suyos

Nos preguntaba Steve Lieber cuando lo invitamos a Gijón si nos habíamos dado cuenta de cómo saludaba Joe Kubert. Steve, como Truman y tantos otros, había sido alumno de la famosa escuela de comics de Kubert. Según su versión, el viejo maestro tiene la costumbre de apretar brutalmente la mano de los aspirantes a artistas cuando se los presentan. Para evitar competencia, bromeaba Lieber. Lo cierto es que Joe no nos rompió ningún hueso y en cambio sí que nos sorprendió su vitalidad y capacidad de trabajo, virtudes más que sorprendentes en alguien de edad tan avanzada como la suya.

Hace ya muchos años que Kubert alterna la dirección de su escuela con la realización de proyectos esporádicos, algunos personales, otros de encargo, todos interesantes. Russ Heath recordaba que en cierta ocasión le había tocado entintarle y había fracasado. Según sus palabras, sólo Kubert podía entintar a Kubert. Y es que lo primero que llama la atención en su caso es la apariencia rápida, fácil, de sus gestos, la velocidad de su pincel, su eficacia a la hora de resolver cualquier problema de representación con una apabullante economía de medios.

Si su dibujo es limpio y expresivo, su narrativa no le va a la zaga. Kubert ha marcado el nivel de desarrollo del lenguaje de los comics, empleando recursos innovadores, creados por él o adaptados a sus necesidades, narrando secuencias complejas con aparente sencillez. Nada es lo que parece en su trabajo y revisar sus planchas nos permite apreciar su maestría.

Gran parte de su labor permanece inédita en España, así que cada novedad es bien recibida. Ahora nos llega un relato con aires autobiográficos, ya que describe la vida de unos personajes en los barrios neoyorkinos que el autor conoció en su niñez. Por supuesto, él esquivó el paro o la delincuencia a base de talento y esfuerzo. Empezó a dibujar profesionalmente casi en la infancia y no ha parado desde entonces. Sus héroes viven lances más complicados, aunque me imagino que los dilemas morales a los que se enfrentan son universales. Es una historia contada mil veces, la introducción de un joven en un grupo mafioso, con una primera salvedad: el protagonista es judío.

Aunque los italianos son quienes se han llevado la fama, cabe recordar unos cuantos notorios judíos, dedicados a las mismas actividades. Como Jacob Greasy Thumb Guzik, tesorero de Capone, Arnold Rothstein, Meyer Lansky, Louis Lepke Buchalter, Bugsy Siegel o Sammie Purple Cohen. Pero, como oportunamente nos recuerda Paul Johnson, los intentos de comparar el crimen organizado italiano y judío fracasan rápidamente. La comunidad judía se encargó de limitar o eliminar esas actividades, así que comparativamente, fue un fenómeno marginal.

El relato discurre por los caminos habituales, con el adolescente protagonista saltándose sus clases para realizar pequeños encargos de los gángsters, desoyendo los consejos de su padre y corrompiéndose lentamente. En ese sentido, los sucesos nos remiten una y otra vez a las clásicas películas de la mafia y resulta tentador citar El Padrino, Uno de los nuestros y cintas similares. Pero me gustaría aprovechar esta ocasión para reivindicar una peliculita a la que creo no se prestó la atención debida, subvalorándola al compararla con las de Scorsese. Me refiero a Una historia del Bronx, la primera dirigida por De Niro.

Allí como en el comic de Kubert lo que contaba no era tanto el relato de iniciación, la seducción del mal, sino la importancia del bien, subrayando la figura del padre. De Niro incorporaba ese rol, aportando una dignidad a su papel de conductor de autobús sólo comparable a la que alcanzaba el actor que hacía de progenitor de Day-Lewis en En el nombre del padre. Esas obras no participan de algo que es clave en el trabajo de Scorsese: la fascinación por el mal. En eso es hijo de su tiempo, los sesenta-setenta, uno más de los muchos que glorificaron al protagonista rebelde, al delincuente. Scorsese es un pecador y es grande cuando describe sus sentimientos de culpa, de ahí la grandeza de Uno de los nuestros. El arrepentimiento nunca es del todo sincero.

El mundo moral de Kubert y De Niro es otro. La clave es: no hay excusas, el mal es una elección y puede ser rechazado. Ésta es quizás la aportación más interesante del trabajo del viejo maestro. No tanto lo que nos cuenta, que ya nos lo sabemos, sino la posición desde la que se dirige a nosotros, un viejo universo de convicciones éticas que en ocasiones nos parece haber perdido para siempre.

Florentino Flórez

Artículo Anterior


Índice

Artículo Siguiente