Los Muertos vivientes
Kirkman y Adlard
Planeta DeAgostini. Barcelona, 2006.

 

 

Seton
Imaizumi y Taniguchi
Ponent Mon. Valencia, 2007.

 

 

 

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El © de las viñetas pertenece a sus respectivos autores y/o editoriales.

 

 

Paraísos perdidos

Hace ya casi dos años aparecía el primer volumen de Los muertos vivientes. Lo reseñaba entonces como otro tebeo de zombies, que se ajustaba a las reglas clásicas del género, tal y como han sido formuladas por Romero y compañía. Confieso que no seguí con su lectura, ya que la primera entrega no vaticinaba grandes novedades. Recientemente, charlando con un conocido un poco freaky, me lo recomendó con fervor. No podía perdérmelo, me aseguró. Uno sólo puede fiarse a medias de los fans, ya que sus entusiasmos no admiten matices. Como pasa con los coleccionistas, no importa cómo sea el cromo, si falta en mi álbum. Pero, por otro lado, suelen tener un fino olfato para lo popular en su estado más crudo. Como la calidad no es su problema, son capaces de identificar la materia temática sin vacilación, sea cual sea su aspecto.

Resumiendo, le hice caso y me pillé los volúmenes que me faltaban. Y sí, reconozco que la serie tiene algo. Comentaba en mi primer acercamiento que coqueteaba con el western, con los protagonistas como colonos rodeados por los indios, mutados en zombies en este caso. Pero además, en su lucha por la supervivencia se ven obligados a desplazarse, lo cual provoca que la historia derive hacia algo parecido a una road movie. Para mayor acumulación de géneros, acaban instalándose en una prisión y el relato coquetea con algunos de los lugares comunes del drama carcelario.

Aunque algunos de los detalles gore se mantienen, el guión es lo bastante inteligente como para manejar otros elementos, que otorgan una nueva dimensión a esta aventura, convirtiéndola en algo así como una reflexión existencial. La muerte rodea a los héroes y en cualquier momento los golpea sin piedad, sin importar edad o condición. Aun peor, el destino de todos ellos es acabar convertidos en unos descerebrados más, como la multitud que les rodea y acosa, muertos sin derecho al descanso.

Por supuesto, el tebeo se mantiene en la órbita de lo popular, no es una película de Bergman. El dibujo es funcional y se ajusta bien a lo narrado, destacando el empleo espectacular de splash pages muy medidas. El guión adolece de cierta logorrea, los personajes quizás hablan demasiado. Pero, en compensación, casi todo lo que ocurre tiene interés y, más allá de las frenéticas huidas y enfrentamientos con los zombis, la psicología de los protagonistas se cuida con esmero, consiguiendo que al final las relaciones entre ellos y sus reacciones ante situaciones extremas pesen más que lo irreal del planteamiento base.

En la conclusión final de ese viaje al infierno el lector se ve obligado a reflexionar sobre su propia posición en el mundo y sus razones para vivir. Al fin y al cabo, estamos tan rodeados por la muerte como los héroes de Los muertos vivientes. Cuando la fatalidad nos golpea tan repetidamente como a ellos el fantasma de la locura se vuelve familiar y empezamos a desear que el viaje termine de una vez.

Más agradables pero también agridulces y con la muerte presente son las aventuras de Seton, la última obra maestra de Taniguchi, en esta ocasión con Imaizumi en el guión. Si el primero se ha convertido ya en garantía de calidad, el guión del segundo no decepciona, permitiendo que el brillante dibujo de Taniguchi despliegue todo su potencial, demostrando su facilidad para convertir a los lobos en verdaderos protagonistas, haciéndoles actuar y consiguiendo matices emocionales muy variados, sin perder el realismo de la representación.

Se nos cuenta aquí el viaje de un pintor y naturalista al oeste americano, donde ha sido contratado como cazador. A través de la historia de ese personaje real, asistimos a los primeros balbuceos de una conciencia ecológica que hoy nos resulta completamente natural, pero que en su momento tuvo que abrirse paso en un mundo mucho menos sentimental que el actual. En ese sentido el relato es absolutamente creíble. Seton, como cazador a sueldo, realmente desea cobrar su pieza, ese lobo que parece más listo que los humanos que lo acosan.

Pero en el trayecto aprende a respetarlo y a admirar el paisaje que le rodea y que está empezando a desvanecerse ante el empuje del progreso y los inevitables cambios. La obra expresa muy bien el salvajismo puro de los animales, su nobleza y la nostalgia que inspiran en el protagonista. Y el emocionante final consigue estar a la altura de un trabajo que alcanza cimas de calidad muy elevadas. No es que sea bueno, es que es maravilloso. Embárquense en este viaje al oeste de la mano del maestro japonés y no se sentirán decepcionados, se lo aseguro.

Florentino Flórez

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