La cumbre de los dioses
Baku y Taniguchi
Ponent Mon.
Rasquera, 2008

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Tocando el cielo

No podía dejar pasar una semana más sin dedicar un espacio a la última obra maestra de Taniguchi. Su aventura de montañeros comparte con sus anteriores incursiones en el género de la escalada una visión mística de la naturaleza. Ese panteísmo es uno de los rasgos más importantes en el trabajo del japonés, como su otra saga en marcha, Seton, demuestra. Allí paisajes y animales comparten protagonismo con unos humanos, que apenas consiguen hacer nada mejor que sentarse para aprender de unos vecinos a quienes a menudo ignoramos o pisoteamos.

Pero el mensaje de Taniguchi desborda las habituales y escolares preocupaciones ecológicas. El virus Gore ya ha infectado a demasiados y apenas resulta eficaz en la actualidad. Al contrario, las historietas del japonés funcionan a pesar del ecologismo militante que nos rodea. Supera lo que esa nueva religión tiene de monjil y transmite sentimientos que nos alcanzan por su verdad y radicalidad. No se lo pone fácil a sus personajes. Seton aprende a respetar a los animales cazándolos y antes se enfrenta a ellos para sobrevivir. En La cumbre de los dioses el paisaje no es precisamente un paraíso caribeño, sino las montañas más peligrosas del mundo, diseñadas para que ningún humano pueda cruzarlas.

El héroe de Taniguchi alcanza la verdad a través de la agonía, en su sentido original de lucha. Sólo cuando todas las penalidades se han superado y el hombre comprende que puede ganar una escaramuza pero nunca la batalla final, se le concede mirar a la cara de una naturaleza tan brutal como hermosa. Y es que hay mucha belleza en los tebeos del japonés, con un fondo de grandiosidad profundamente romántico. Todo el recorrido de La Cumbre de los dioses, la saga que ahora ha concluido tras alcanzar las 1500 páginas, describe una obsesión. La del protagonista por superar a deportistas anteriores en la realización de la escalada más difícil. Pero por el camino se produce una conversión y aprende a respetar a la montaña que pretende conquistar. Hay mucho más, por supuesto, como la relación que se establece entre el viejo campeón y el periodista que lo admira y que finalmente intentará imitar sus hazañas.

Lo más importante es que Taniguchi explica muy bien ese amor por el desafío, ese plantarle cara a un abismo que se admira y teme a partes iguales. Y es ese temor el que nos permite hablar de un tebeo religioso. Curiosamente, no abundan. Pienso en otro japonés, Tezuka, que nos brindó una biografía de Buda. O en algunos relatos de Eisner. Pero en estos dos casos la religión no deja de ser un argumento más, un elemento de la historia, no el tema central. O Jodorowsky, que insiste en aspectos de regeneración espiritual, pero no resulta convincente. En él siempre hay una discusión entre el chamán y el bufón y gran parte de su talento reside en que el bufón suele marcar el tono.

Pero Taniguchi no. Habla con absoluta convicción y nos planta con seriedad ante dramas de vida y muerte, ante los que sólo cabe adoptar una posición trascendental. Si esto ya era un lugar común en su trabajo, detecto aquí un nuevo matiz, casi autobiográfico. Cuando describe las penurias de ese héroe que lo abandona todo por su obsesión, una decisión que señala un camino que excluye todos los demás, como una vida más confortable, una novia o un techo seguro, se intuye cierta implicación personal. Al fin y al cabo, ya hemos perdido la cuenta de las páginas que ha dibujado Taniguchi y no parece dispuesto a detenerse. Así que sospechamos que esa odisea del protagonista, ese viaje por el que se sacrifica todo, es también el viaje de su autor. O podría serlo.

Es una obra maestra que no deben perderse.

Florentino Flórez
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